Una esponja con ojos. Una hoja doblada. Un coche partido a la mitad. A veces, lo más poderoso no es crear, sino lograr que se mire de otra manera. Puede que lo entendamos, puede que no. Y así está bien. De eso se trata.
Este fin de semana fui con unos queridos amigos al Museo Jumex de la CDMX. De pronto, vimos un carro muy estrecho… apenas cabrían dos personas muy bajitas y delgaditas… No era un fotomontaje ni una maqueta: era un coche real, un Citroën DS, que el artista mexicano Gabriel Orozco había partido por la mitad y reensamblado. Asi mismo, lo recortó a lo largo, y lo pulió, y ahí estaba. Ya no servía para lo que había sido creado. No era un auto. Era arte. Era imposible no mirarlo y notar que algo era diferente. No sabía la historia de esta pieza y la verdad que me impactó.
Esa pieza, producida en 1993 en gris y recreada en 2013 rojo Cornaline, fue creada sin que nadie la comisionara, y se convirtió en una de las obras más icónicas del arte contemporáneo mexicano. Lo tomó de la calle, lo transformó a dos tercios de su ancho original y ya: inútil, rara, provocadora. Como una declaración sutil, pero poderosa, sobre lo que entendemos por función, por utilidad, por belleza.
Orozco interviene objetos que otros pasarían por alto: dibuja círculos concéntricos sobre billetes viejos de avión y en fotos de periódico, acomoda balones desinflados en patrones geométricos, pone papel de baño en los ventiladores para que creen listones que flotan en el viento, exhibe cajas de zapatos vacías y hojas bond dobladas con pintura. Y lo hace sin disfrazarlo de algo más. No pretende ocultar la sencillez del objeto, sino resignificarlo.
Una de sus piezas más impactantes cuelga en la Biblioteca Vasconcelos de la Ciudad de México: un esqueleto de ballena intervenido con patrones gráficos hechos a mano. Matriz móvil, la llamó. Como si nos recordara que incluso lo más monumental —los huesos de un animal gigantesco— pueden volverse lenguaje, mapa, símbolo.
Lo que más me asombra de Orozco no es solo lo que hace, sino cómo lo muestra. Abre su proceso como si fuera parte esencial de la obra. Expone sus bocetos, ensayos, pruebas. Hay algo profundamente honesto en eso. En dejar que el el proceso y el “error” se vea. En no esconder la duda. En permitir que una hoja arrugada con pintura mal puesta tenga el mismo valor que una escultura colosal.
Precisamente sus banderines hechos de hojas comunes, dobladas, manchadas con color, me dieron risa: ¿cuántas veces he hecho yo lo mismo y lo he tirado? ¿Cuántas ideas descartamos sin permitirles madurar, solo porque no se ven “suficientemente buenas”? Porque nos han impuesto unos estándares de belleza y de concepción de lo que es arte que pensamos que son imposibles de alcanzar.
A veces fantaseo con hacer una pequeña exhibición. No sé todavía con qué piezas, ni dónde. Pero sí sé qué quiero provocar: ese clic que sentí al ver el Citroën por primera vez. Esa sensación de que todo puede ser arte si te lo tomas en serio y tú le das ese significado. O, mejor dicho, si lo miras con atención. Que el arte es algo para uno, no para los demás.
Y hay una lección que necesito que me entre en la cabeza de una vez y por todas. La inspiración no siempre llega con fuegos artificiales. A veces llega cuando dejas de buscar lo perfecto. Cuando dejas de intentar gustarle a todo el mundo. Cuando te das cuenta de que tú también puedes intervenir el mundo, aunque sea un poco. Que tú también puedes decir: esto, así como está, también vale. Y al que no le guste, que lo siga, que está en verde.