¿Permiso para llamar?

Hubo un tiempo en que los teléfonos servían para hablar. Para decir lo que se quería decir, para escuchar silencios, para sostener una respiración entre frases. Llamábamos sin avisar. Y no pasaba nada. Era normal. Si era posible tener una conversación en ese momento, se daba, si no uno coordinaba para otro momento. Normal. Sin drama.

Hoy, en cambio, llamar sin avisar es casi un acto de agresión. Un atrevimiento. Un “¿todo bien?” que, en vez de sonar empático, desata ansiedad. Porque ya no estamos entrenados para hablar. Solo para textear.

Nos acostumbramos al doble check azul, a los audios editados mentalmente antes de enviarse, a la pausa que permite borrar lo que íbamos a decir. El texto nos da control. El teléfono, en cambio, exige presencia. Y eso, al parecer, se volvió demasiado.

No estoy hablando de los bancos o los call centers que llaman a deshoras. Me refiero a lo cotidiano. A los amigos, a la familia, a los vínculos que antes se nutrían con llamadas largas, o cortas, espontáneas, sin tanto protocolo.

Y aquí viene la navaja de doble filo: textear nos da la ilusión de estar conectados… mientras nos deja más solos que nunca.

El texto te deja leer lo que quieres leer. O interpretar lo que no se dijo. El texto evita confrontaciones, pero también evita las aclaraciones. Por eso se dan y alargan los malentendidos. Por eso la gente termina relaciones por WhatsApp. Porque es más fácil huir por escrito que sostenerse con la voz temblorosa o llorosa. Esa voz que hace que uno entienda en realidad lo que está pasando.

¿Cuándo dejamos de tolerar la incomodidad de una llamada? ¿Cuándo se volvió aceptable ignorar a alguien con “lo leí y me distraje” o “pensé que te había respondido? ¿Cuándo se dijo que había que sacar cita para aclarar una situación con alguien cercano?

No tengo nostalgia por el pasado. Tengo hambre de presencia real. De esas conversaciones donde no todo es perfecto, pero sí honesto. Donde no hay que editarse tanto. Donde una carcajada no se manda por sticker, sino que se escucha del otro lado con la intensidad de la gracia que realmente te dio el chiste. Donde uno habla, el otro escucha y entiende los subtextos, donde se decodifica la emisión en tiempo real y se entiende la dimensión de lo que está sintiendo la otra persona.